El altiplano amanecía gris, como si el cielo hubiera decidido cerrar los ojos para no ver la injusticia de aquel día. El viento, helado y persistente, se colaba por cada rendija, silvando entre las piedras y los techos de calamina. Era agosto, uno de esos meses secos en los que la tierra cruje bajo los pies y el frío cala más en el alma que en los huesos.
Doña Alelí, una mujer de 78 años, de cabello completamente blanco y piel curtida por el sol y los años, estaba de pie frente al umbral de la casita, que había sido su refugio por más de cuatro décadas. Allí había llegado de recién casada con Eliseo, su difunto esposo. Juntos, ladrillo a ladrillo, habían levantado esas paredes de adobe.
Allí habían criado a sus tres hijos, que con el tiempo se fueron lejos y nunca volvieron a vivir con ella. Ahora estaba sola, más sola que nunca. Pero la soledad no era lo que más le dolía aquella mañana. Lo que le arrancaba el aliento era la certeza de que en unos minutos aquella casa ya no sería suya.
La historia había comenzado meses atrás cuando un sobrino, hijo de su difunto hermano, llegó con promesas de ayudarle a arreglar unos papeles para que ella pudiera acceder a un pequeño subsidio del gobierno. Confiada, Alelí firmó los documentos sin saber que estaba cediendo la propiedad de su hogar. Semanas después, el sobrino volvió, esta vez con la mirada fría y papeles sellados por un notario.
La casa legalmente le pertenecía a él. “No lo tomes a mal, tía”, le dijo con una voz seca, evitando mirarla a los ojos. La propiedad estaba a nombre de mi papá y yo soy su heredero. No puedo dejarte vivir aquí. Voy a venderla. Las palabras cayeron como piedras sobre su corazón. Intentó razonar con él.
Le habló de su edad, de sus recuerdos, de todo lo que había construido allí. Pero el sobrino no cambió de decisión. Al día siguiente llegó con dos hombres que empezaron a sacar sus cosas. En su mochila de tela apenas cabían una muda de ropa, una Biblia con las hojas gastadas y una fotografía en blanco y negro de ella.
y Eliseo el día que inauguraron la casa. Todo lo demás quedó atrás. Su catre, su cocinita de barro, las ollas ennegrecidas por años de leña, la silla donde bordaba, el rincón de rezos, hasta el aroma a hogar que no se guarda en ninguna bolsa. Mientras la puerta se cerraba a sus espaldas, nadie en el pueblo salió a defenderla. Nadie intercedió.
Algunos vecinos miraron de lejos, pero bajaron la vista al verla. La injusticia, pensó, a veces no grita, pero pesa como una piedra en el pecho. Caminó lentamente hasta la colina donde solía pastar su cabrita. Desde allí, por última vez, miró su casita, no con los ojos, sino con la memoria, la ventana rota por donde entraba la luz de la mañana, la pared donde estaban las marcas de altura de sus hijos, la esquina donde Eliseo se sentaba a tallar madera mientras ella preparaba sopa de quinua.
Todo eso ahora se lo llevaba el viento. Una ráfaga levantó su reboso y ella lo sostuvo con manos temblorosas, como si la vida quisiera quitarle también esa última prenda. Si me hubieras visto ahora, Eliseo, susurró, ya ni casa tengo, viejo. Ya ni sombra me queda. Se sentó sobre una piedra, la espalda encorbada por el peso de los años y el dolor, mirando el horizonte que parecía no prometer nada.
La tarde cayó sin compasión. Nadie la buscó. Nadie le ofreció un rincón para dormir. Nadie. Y así, sin refugio, sin rumbo y con el corazón roto, doña Alelí abrazó su mochila como si fuera un nieto imaginario. Cerró los ojos y soñó con un pan caliente, una manta limpia y una voz que le dijera, “No está sola.” Pero al abrirlos solo estaban la noche, el frío y el abandono.
El amanecer siguiente fue más pálido que el anterior. El cielo parecía una manta raída sin bordes definidos y el sol apenas se animaba a aparecer entre las nubes. Doña Alelí había pasado la noche recostada bajo un algarrobo seco, cubierta apenas con su reboso, temblando como hoja. No había dormido, solo cerraba los ojos para engañar a la tristeza.
El viento le rozaba la cara como un reproche y el estómago ya comenzaba a dolerle con ese vacío que no era solo de pan, sino de alma. Por momentos pensó en caminar hasta el cementerio, tenderse junto a la tumba de su esposo y quedarse ahí. Dormirse de una vez sin molestar a nadie, sin pedir nada más. Pero fue entonces, justo cuando estaba a punto de rendirse, que escuchó pasos menudos entre las piedras.
Volteó la mirada lentamente, sin esperar nada y la vio. Era una niña de unos 8 años, delgadita como un suspiro, con el cabello alborotado y un ponchito rosado lleno de remiendos. Tenía los pies descalzos, la carita sucia, pero los ojos los ojos brillaban como dos luceros en una noche sin una. Había en su mirada una mezcla de ternura y coraje, como si llevara años resistiendo a la vida sin dejar de ser buena.
La niña se le acercó con cautela, como si ya conociera lo que es acercarse a alguien herido. ¿Tiene frío, abuelita?, preguntó con una voz tan suave que el viento casi la arrastró. Doña Alelín no supo qué decir. Hacía días que nadie le hablaba con ternura. Aquel abuelita le quebró por dentro como una caricia inesperada en una piel olvidada. Un poco, respondió apenas, llevándose las manos al pecho.
Sin decir nada más, la niña se quitó su ponchito remendado y se lo extendió. Yo ya estoy acostumbrada. Tómelo usted. La anciana intentó negarse, pero los ojos de la niña eran firmes. La bondad no siempre pregunta, se da. Y esa niña, sin saberlo, acababa de cubrir con su manta algo más que el cuerpo de una anciana.
Le estaba abrigando el alma. “¿Y tú, ¿cómo te llamas, hijita?”, murmuró a Leli mientras se cubría temblando con el poncho tibio. Lianita, abuelita. Me llamo Lianita. Estoy solita también, pero no me da miedo. ¿Dónde está tu mamá? La niña bajó la mirada. Se fue al cielo cuando yo era chiquita y mi papá nunca supe de él. Pero yo me las arreglo.
A veces me dan pan en el mercado, otras veces nada. Doña Aleli sintió que algo dentro de ella se rompía en silencio, como una ramita seca bajo el pie. ¿Cómo era posible que esa criatura tan pequeña hubiera soportado tanto? ¿Y dónde duermes? Donde me agarre la noche, respondió con naturalidad. A veces en la plaza, a veces detrás de la iglesia, pero no se preocupe, Dios siempre me cuida.
Esa frase dicha con tanta fe por una niña descalsa le caló hondo a la anciana. Dios siempre me cuida. Y si fuera cierto, Lianita sacó de un bolsito un trozo de pan duro, lo partió con las manos y le ofreció la mitad a la anciana. Coma, abuelita. Es de ayer, pero aún sirve. Alel miró con los ojos llenos de agua y por primera vez en muchos días aceptó.
Comieron juntas en silencio, compartiendo aquel trozo de pan como si fuera un banquete. No dijeron mucho, no hacía falta. A veces el amor no necesita palabras, solo gestos. Cuando la tarde llegó y el sol empezó a inclinarse, doña Aleli tomó la mano de Lianita y juntas caminaron sin rumbo, buscando algún lugar donde pudieran pasar la noche.
Pero ahora no era lo mismo. La soledad era otra. Ya no era oscura ni punzante, ahora era compañía. Y en medio de aquel altiplano seco y olvidado, una anciana sin hogar y una niña sin madre comenzaron a construir, sin saberlo, el inicio de un nuevo hogar, uno que no necesitaba paredes, solo amor. Los días siguientes transcurrieron como un mismo suspiro lento.
Las dos almas errantes, una anciana despojada y una niña sin madre, comenzaron a caminar juntas por los senderos de tierra agrietada, con los pies llenos de polvo, pero el corazón un poco menos frío. Dormían donde podían, a veces bajo un alero, otras en un banco de plaza. Si llovía, se refugiaban bajo una lona vieja que Lianita había encontrado detrás de una carpintería.
Comían lo que Dios ponía en su camino. Un pedazo de pan duro ofrecido por un panadero compasivo, un caldo tibio de una señora que las vio tiritando, un racimo de uvas olvidado en una caja rota, pero había algo más poderoso que la comida o el techo improvisado, la ternura que comenzaba a brotar entre ambas. Doña Alelí, que había perdido todo, empezaba a recuperar algo aún más valioso que su casa, la capacidad de cuidar a alguien.
Ilianita, que jamás había escuchado un duerme bien, hijita, comenzaba a experimentar lo que era tener un regazo donde apoyar la cabeza. Cada noche, antes de dormir, la niña se acurrucaba junto a la anciana y le pedía que le contara una historia. Una cortita, abuelita. como las que cuentan las mamás. Y entonces, con voz ronca y pausada le hablaba de tiempos lejanos, de cómo su esposo tocaba Kena al atardecer, de cómo las papas silvaban en la olla cuando hervían con ajo, de cómo una vez nevó tanto que los cactus amanecieron
con sombreros blancos. Lianita escuchaba con los ojos muy abiertos, como si aquellas palabras tejieran una manta invisible que la protegía del frío del mundo. Una tarde, mientras caminaban por un cacerío polvoriento, una mujer mayor las miró desde su huerta y murmuró a su esposo, “¿Viste a esas dos?” La niñita parece sola, pero tiene una mirada tan limpia.
Y la viejita se ve tan noble. El hombre asintió con la cabeza. Parecen madre e hija o quizás dos heridas que se están curando juntas. Y tenían razón, aunque no compartían sangre, ya eran familia. Pero el milagro que cambiaría sus vidas ocurrió una mañana de domingo cuando llegaron por casualidad a un pequeño pueblo donde se celebraba una misa al aire libre.
Ambas se sentaron en la última fila. con la ropa desgastada y los rostros cansados. No dijeron una palabra, solo escucharon y lloraron en silencio. Como lloran las que han callado demasiado. Al terminar, un hombre de mediana edad, de rostro bondadoso y mirada profunda, se acercó. ¿Dónde viven, abuelita?, preguntó con dulzura. Doña Alelí bajó la mirada.
Ven donde nos agarre la noche, hijo. El hombre, don Tealdo, el carpintero del pueblo, las miró conmovido. No preguntó más, no hizo promesas vacías, simplemente dijo, “Yo tengo una cabaña vacía al borde del río. No tiene lujos, pero está limpia y les puede servir.” Y tras una pausa agregó, “No es caridad, es justicia.
El que tiene más techo que alma está perdido. Doña Alelí y Lianita se miraron incrédulas. Agradecieron con los ojos llenos de lágrimas. Esa misma tarde caminaron hasta el lugar. Era una casita de adobe y madera, sencilla, con un jardincito salvaje lleno de margaritas y un naranjo en una esquina. La puerta crujía al abrirse, como si también estuviera emocionada de volver a hacer hogar.
Lianita corrió por dentro como si la conociera de toda la vida. Doña Alelí se quedó parada en la entrada con la mano en el pecho. “Gracias, Dios mío. Gracias”, susurró quebrándose. Y esa noche, por primera vez en mucho tiempo, durmieron con el corazón en paz. No bajo un árbol, ni en una banca, ni entre cartones. Durmieron en casa. La casa que la vida finalmente les había devuelto a través de la bondad inesperada de un desconocido.
Pasaron los meses y la cabañita junto al río se llenó de vida. Las paredes, antes calladas, ahora escuchaban risas suaves y canciones inventadas. Lianita plantó flores en latas viejas y doña Alelí colgó cortinas cocidas con retazos de esperanza. Cada rincón fue tomando forma de hogar, no por lo que tenía, sino por quienes lo habitaban.
La gente del pueblo comenzó a notarlas primero con curiosidad, luego con respeto y finalmente con cariño. Doña Alelí con su sabiduría serena, enseñaba a las mujeres jóvenes a tejer y Lianita ayudaba a los niños más pequeños a leer bajo la sombra del naranjo. Juntas, sin pretenderlo, se volvieron una especie de faro silencioso para los demás.
Porque quien ha conocido el abandono sabe bien cómo curar con amor. Una tarde, mientras preparaban sopa, Yanita se detuvo a mirar a su abuela del alma. Abuelita, ¿crees que esta casa nos eligió a nosotras? Alelí sonrió con los ojos brillando de ternura. No, hijita, esta casa nació el día en que nos elegimos nosotras.
Y esa noche, mientras el viento rozaba las hojas del naranjo, las dos se durmieron abrazadas sin miedo al mañana, porque el mañana ya no era amenaza, era promesa. Hay historias que no necesitan grandes héroes ni finales ruidos. Solo necesitan dos corazones rotos que decidan no rendirse. Doña Alelí perdió su casa.
Sí, fue echada, ignorada. herida. Pero la vida, con esa sabiduría que no siempre entendemos, le trajo algo más grande que un techo. Le trajo una nieta sin sangre, pero con alma. Ilianita, que nunca tuvo una madre que le cantara, encontró una abuelita que le enseñó a rezar y a vivir. Así entendieron que el hogar no siempre se construye con ladrillos, a veces se construye con gestos, con silencios compartidos, con media manta y medio pan, con una mirada que dice, “No está sola.
” Porque incluso en el altiplano más seco, cuando todo parece perdido, la ternura puede florecer. Gracias por acompañarnos hasta el final de esta historia. Si tocó tu corazón, te invitamos a compartirla, dejar tu comentario y regalarnos un like. Aquí en Reflexiones del abuelo creemos que incluso en medio del dolor siempre hay espacio para la esperanza y cada uno de ustedes con su compañía y cariño hace posible que estas historias sigan llegando a más corazones.
Un abrazo inmenso a nuestra querida comunidad y en especial saludamos con mucho cariño a quienes nos acompañan desde distintos rincones del mundo. Andrea Méndez hasta Nuevo León, México. Katiuska Berbecí hasta Venezuela. Yza Méndez hasta Maracaibo, Venezuela. Estefania Alarcón hasta Men, Estados Unidos. Patricio Orellana hasta Chile.
Jorge Hernández Martínez hasta Hidalgo, México y María Isabel hasta Chile. Gracias por estar aquí. Nos encontramos en la próxima historia, donde siempre habrá un lugar para la fe, la dignidad y el amor verdadero.
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