San Isidro del Monte, un pueblo chiquito rodeado de cerros y huertos de frijol y maíz, el silencio de las tardes solo lo rompía el canto de los gallos y el ladrido de los perros. Allí vivía el Dr. Andrés Aguilar, un hombre venido de la ciudad grande, con estudios, prestigio y dinero, pero que había dejado todo para instalarse en aquel rincón apartado.

 No lo hizo por gusto, sino buscando un lugar tranquilo para cuidar a su hija Lucerito, de apenas 6 años, que desde hacía dos no sonreía. En el pequeño hospital del pueblo, donde él atendía de lunes a sábado, el aire olía eucalipto y alcohol. Ese día, como otros tantos, el doctor revisaba papeles sentado bajo la sombra de un mezquite en el patio del hospital, con la mente lejos y el corazón pesado.

 Entonces escuchó algo que lo hizo alzar la cabeza de golpe. La risa de lucerito. No una sonrisa tímida, sino carcajadas claras y limpias como el agua de manantial. El doctor buscó con la mirada y la vio sentada en su silla de ruedas, mirando a un chiquillo descalso que en medio del patio hacía muecas y movimientos torpes como si fuera un actor de feria.

 El niño, que no tendría más de 8 años, vestía una camiseta desteñida y unos pantalones cortos rotos a la altura de las rodillas, pero tenía una chispa en los ojos que contagiaba alegría. El corazón del Dr. Andrés se aceleró. Habían pasado dos años. desde que un accidente le quitó a su esposa y dejó a Lucerito sin poder caminar ni ganas de vivir, ningún tratamiento, por caro que fuera, había logrado devolverle esa luz hasta que apareció ese niño.

 Dejó caer los papeles al suelo y caminó rápido hacia ellos. “Espera, muchacho”, le gritó. El niño se detuvo un instante, pero al ver que se acercaba, echó a correr hacia la salida. Lucerito lo miró con un destello nuevo en sus ojos y preguntó por primera vez en años, “¿Va a volver, papá?” El doctor se agachó junto a ella intentando contener la emoción. “No lo sé, hija.

” Pero dejó esto, respondió recogiendo un papel arrugado que el viento casi se llevaba. Con letra infantil decía, “Vuelvo mañana para hacerla reír otra vez.” Esa noche, la casa grande donde vivían, una construcción de tejas rojas en lo alto del pueblo, se sintió diferente. Doña Tomasa, la mujer que ayudaba en el cuidado de Lucerito, notó el cambio.

Doctor, la niña me preguntó tres veces si mañana puede estar en el patio y me pidió que le peine bonito, dijo mientras acomodaba las almohadas. Al día siguiente, antes de que el sol pintara de oro los cerros, el doctor Andrés estaba ya en el hospital. A media consulta, su secretaria entró con urgencia.

 Doctor, el niño está en el patio otra vez. Y Lucerito no para de reír. El doctor Andrés se disculpó con el paciente y caminó rápido hacia el patio. Desde la ventana lo vio el mismo niño arrodillado frente al lucerito, haciendo voces y gestos que arrancaban carcajadas no solo a ella, sino también a otros niños que se habían acercado a mirar.

 A un lado, doña Ramona, la enfermera más antigua del hospital, fruncía el seño. Doctor, eso no está bien. No sabemos quién es ese chamaco. Podría ser peligroso. Peligroso, repitió el incrédulo. Mi hija no había reído en dos años, doña Ramona. Dos años. Y usted cree que ese niño es peligroso. No lo digo por mal, doctor, pero hay reglas.

El muchacho no tiene permiso para estar aquí. Andrés bajó al patio, esta vez despacio para no espantarlo. El niño se detuvo al verlo y se puso de pie como listo para salir corriendo otra vez. “Hola”, dijo el doctor con voz suave. “Soy el papá de esta niña. Gracias por hacerla reír.

” El chiquillo lo miró con recelo. “Me llamo Mateo. Ella es buena gente. Me dijo que le gustan mis payasadas. ¿Y dónde vives, Mateo?” El niño bajó la mirada y movió sus pies descalzos sobre el polvo. En la plaza, bajo los portales, hay bancas buenas para dormir. Andrés sintió un nudo en la garganta. ¿Y tus papás? Ya no tengo. Lo dijo como quien habla del clima sin quejarse. El doctor respiró hondo.

Mateo, ¿quieres comer con nosotros hoy? Los ojos del niño brillaron, pero enseguida dudó. No tengo ropa buena. Eso no importa. Lo que importa es que hiciste feliz a mi hija en el pequeño comedor del hospital mientras servían caldo de pollo con tortillas recién hechas. Andrés observó como Mateo y Lucerito hablaban como si se conocieran de toda la vida.

 El niño tenía una habilidad natural para inventar historias y hacer reír. ¿Cómo aprendiste a hacer eso?, preguntó Andrés. Mi mamá decía que la risa es la mejor medicina. Cuando ella y mi papá se fueron, yo me sentía muy triste. Un día descubrí que se hacía reír a otros. Yo también me sentía menos solo. Aquellas palabras golpearon fuerte al doctor.

 Toda su formación médica y años de experiencia no habían logrado lo que ese niño, con nada más que su ingenio, había hecho en minutos. Esa misma tarde buscó a la trabajadora social del hospital, la doctora Elena, mujer de carácter firme y mirada sabia. Necesito tu ayuda. Hay un niño viviendo en la calle que está haciendo milagros con mi hija.

 Doctor, si es un menor en riesgo, debemos avisar a las autoridades. Lo sé, pero quiero ayudarlo personalmente. No quiero que lo envíen a un albergue cualquiera. Elena lo miró largo rato. Déjame hablar con él primero, hacer una evaluación, pero no te prometo nada. Mientras tanto, en la casa de los Aguilar, doña Tomás notaba que Lucerito estaba diferente.

 Hoy me pidió que la llevara al jardín. Dijo que quería ver las flores y que Mateo le prometió enseñarle magia con piedritas de colores. Al día siguiente, como lo prometió, Mateo apareció en el patio del hospital. Traía en las manos unas piedritas lisas y de colores que había recogido junto al río.

 Con destreza las hacía desaparecer y aparecer en sus bolsillos mientras Lucerito aplaudía fascinada. “¿Cómo hiciste para que la roja se fuera?”, preguntaba la niña con los ojos bien abiertos. “Secreto de mago”, contestaba él guiñándole un ojo. “Pero si quieres puedo enseñarte.” El doctor Andrés observaba desde la sombra de un pirul, sintiendo que algo en su hija se encendía de nuevo.

 Su voz sonaba más viva, sus mejillas tenían color y hasta movía las manos con entusiasmo para imitar los trucos. Fue entonces cuando la doctora Elena se acercó a él con semblante serio. Hablé con Mateo. Su historia es más complicada de lo que creíamos. ¿A qué encontraste? preguntó Andrés sintiendo un ligero temor. No es un niño sin vínculos.

 Tiene una tía que lo ha estado buscando por meses. Vive en otra ciudad. Presentó un reporte cuando él desapareció. El corazón del doctor dio un vuelco. Se escapó de casa. Después de que sus padres murieron en una inundación, fue a vivir con esa tía. Pero las cosas no funcionaron. Hubo problemas. Él decidió irse por su cuenta.

 Esa noche, en la casa grande que dominaba el pueblo desde lo alto, Andrés habló con su hija mientras le arropaba las piernas. Lucerito, ¿te cae bien, Mateo? Mucho, papá. Es mi mejor amigo. ¿Por qué lo preguntas? Solo curiosidad, mi amor. Pero la niña lo miró con seriedad. Se va a ir, ¿verdad? Andrés tragó saliva. No lo sé. Él me dijo que me enseñaría a caminar de nuevo.

 Dijo que las personas que se ríen mucho se vuelven más fuertes. Aquellas palabras fueron como un golpe en el pecho. Al día siguiente, Andrés fue al hospital dispuesto a hablar con Mateo sobre las limitaciones médicas de Lucito. No quería que su hija se aferrara a una esperanza imposible, pero al entrar al patio se quedó sin palabras.

 Lucerito estaba concentrada, esforzándose por mover los dedos de sus pies. Mateo, a su lado, la animaba con voz firme. “Tú puedes, Luchi. Dale. Mira, papá!”, gritó la niña al verlo. Logré mover el dedo gordo. Andrés se arrodilló junto a ella incrédulo. Era cierto, el dedo se había movido.

 “¿Cómo? Ya le dije, tío doctor, interrumpió Mateo, que cuando uno ríe mucho, el cuerpo también se pone alegre y los cuerpos alegres hacen cosas que los cuerpos tristes no pueden. El doctor sonríó con una mezcla de asombro y gratitud. “Mateo, necesitamos hablar”, le dijo llevándolo a un rincón del patio. “Tu tía está preocupada por ti.” El niño bajó la cabeza.

 Ella no me quiere. Dice que soy igual que mi papá. que no sirvo para nada. Me fui porque no aguantaba oírlo todos los días. Andrés sintió una punzada de dolor. Si me dejas, voy a hablar con ella. A ver si encontramos una solución. Esa misma tarde, Andrés llamó a la doctora Elena para pedirle el contacto de la tía.

 Doña Elvira, soy el doctor Andrés Aguilar. Le hablo por su sobrino Mateo. Del otro lado de la línea, la voz sonó áspera. Ese niño me ha dado tantos problemas. Se fue sin avisar. Lo busqué por todos lados. ¿Dónde está? Está bien, doña Elvira. Vive aquí en San Isidro del Monte, pero necesito entender.

 ¿Hubo algún problema entre ustedes? Problema, bufó. Ese niño es inquieto, no obedece, siempre hace desorden. Igual que mi hermano, el doctor comenzó a comprender por qué Mateo había huído. Con todo respeto, doña Elvira, lo que yo veo es un niño que ha pasado por mucho y que ha encontrado una manera sana de seguir adelante. Hubo un silencio tenso.

 ¿Y qué propone, doctor? Quiero que se quede conmigo un tiempo. Aquí está bien cuidado y ha hecho milagros con mi hija. La tía soltó una risa breve y seca. Si usted cree que puede con él, adelante, pero no venga a quejarse después. Cuando Andrés le contó la noticia a Mateo, el niño lo miró con desconfianza. ¿Estás seguro, tío doctor? ¿Y si luego ya no le caigo bien? Mateo, trajiste alegría a mi casa. Eso no se olvida.

 El niño sonrió tímido y lo abrazó fuerte. La adaptación no fue sencilla. Doña Tomása, acostumbrada a una rutina tranquila con lucerito, refunfuñaba. Doctor, este niño no para. Toca todo. Pregunta de todo. Doña Tomasa es un niño de 8 años que ha vivido en la calle. Necesita paciencia y cariño. Con el tiempo ella empezó a entenderlo.

 No era malcriado, solo un niño que nunca había tenido límites con amor y cuando los recibía lo respetaba. Lucerito, mientras tanto, florecía, despertaba cada día preguntando, “¿Qué vamos a hacer hoy, Mateo? ¿Podemos cantar o inventar un teatro o practicar tus ejercicios? Tú mandas.” Hasta que una tarde, sin previo aviso, doña Elvira llegó a la puerta.

 “Vine por mi sobrino”, anunció. Mateo se escondió detrás de la silla de ruedas de Lucerito. No me quiero ir, Mateo. No seas grosero. Vámonos. Lucerito lo miró con lágrimas. Tía, él me ayuda, me hace feliz. Tú tienes a tu papá, niña. Él no es de aquí. El doctor respiró hondo. Doña Elvira, hablemos en privado. En la cocina la mujer confesó.

 La gente dice que abandoné a mi sobrino. Tengo que llevármelo. Y piensa que llevárselo contra su voluntad es lo mejor para él. Necesita disciplina, no consentimientos. Andrés sintió que la paciencia se le agotaba. Obligación no es lo mismo que amor. Después de una larga discusión, acordaron que Mateo se quedaría una semana más.

 Pero al marcharse, doña Elvira advirtió, “Después se viene conmigo.” Esa noche Mateo preguntó en voz baja, “¿De verdad me va a llevar?” Andrés lo abrazó. Haré todo lo posible para que no pase. Durante los días siguientes, el Dr. Andrés no dejó de pensar en cómo evitar que Mateo fuera obligado a irse. Consultó con un abogado del pueblo vecino, pero las leyes no estaban a su favor.

 La tía tenía derecho sobre él y no había pruebas de maltrato. Mientras tanto, Lucerito avanzaba como nunca. Había recuperado fuerza en los pies y podía mover varios dedos. Mateo la acompañaba a cada ejercicio inventando juegos para que no se aburriera. “Vamos, Luchi! Solo cinco pasitos más”, decía caminando de espaldas frente a ella.

 “Las personas valientes no se rinden. ¿Y yo soy valiente?”, preguntaba ella con una sonrisa. la más valiente del mundo. El plazo de la semana llegó más rápido de lo que Andrés hubiera querido. Aquella mañana, al bajar a desayunar, se encontró con una escena que lo dejó sin aliento. Lucerito estaba de pie, apoyada en unas barras que él había mandado instalar en el patio, dando pasos temblorosos, pero firmes.

 Mateo la sostenía por la mano. “Papá, mira, ya caminé tres pasos”, gritó ella. Andrés sintió que el corazón se le salía. ¿Cuándo empezó esto? Hace una semana. Pero queríamos darte la sorpresa dijo Mateo con una sonrisa orgullosa. En ese momento, un golpe en la puerta interrumpió la alegría. Era doña Elvira. Mateo, recoge tus cosas.

 Es hora de irnos, tía. Mira, Lucerito está caminando. Ella apenas le echó un vistazo. Muy bonito, pero no cambia nada. Ella me necesita. No eres médico ni fisioterapeuta, no eres nada, soltó con frialdad. Las palabras fueron como un balde de agua helada. Mateo bajó la cabeza. Andrés no pudo contenerse. Con respeto, doña Elvira, usted está equivocada.

 Mateo ha hecho por mi hija lo que ni el mejor tratamiento pudo lograr, devolverle la voluntad de vivir. La mujer lo miró sorprendida por el tono. En ese momento, doña Tomás apareció desde el fondo. Perdone que me meta, señora. Pero aquí todos hemos visto como este niño cuida, anima y acompaña a Lucerito. No es una carga, es una bendición.

 El silencio se hizo pesado. Mateo, con lágrimas en los ojos, miró al doctor. Andrés se agachó frente a él. Hijo, ¿quieres quedarte aquí para siempre? Para siempre. De verdad, para siempre. Como mi hijo. Mateo lo abrazó con fuerza. Sí, quiero. Lucerito sonríó entre lágrimas. Entonces serás mi hermano, doña Elvira, con el gesto endurecido, dejó escapar un suspiro.

 Si eso es lo que quieren, no me opondré, pero quiero visitarlo. Claro que sí, respondió Andrés. No se trata de apartarlo de su familia, sino de darle un hogar. La mujer se inclinó y abrazó brevemente a su sobrino. Perdóname, Mateo. El niño asintió y esa tarde, por primera vez en mucho tiempo, el patio de la casa grande se llenó de risas, pasos y esperanza, lo que empezó como un encuentro casual en el hospital había cambiado para siempre la vida de los tres.

[Música]