En lo más seco de un altiplano olvidado por los mapas y la compasión, donde ni los árboles se atreven a crecer y el viento arrastra más penas que semillas, vivía don Abelino, un campesino viejo y cansado, de rostro quemado por el sol y mirada hundida por los años. Su vida había sido una constante lucha contra la tierra dura, el hambre y el olvido de los hombres.
Desde que nació, la pobreza le abrazó como única herencia. Nunca conoció el descanso, ni el cariño de una esposa, ni la alegría de un hijo. Vivía solo, en una choa de adobe agrietado, con el techo a punto de ceder y las paredes silvando con el viento. Su única compañía era un catre viejo, una pala astillada y una esperanza que ya casi no respiraba.
Durante años, Abelino trabajó la tierra con las manos heridas y la espalda arqueada, esperando que algún día Dios tuviera piedad de su siembra. Pero año tras año la lluvia no llegaba, el maíz moría seco y su mesa seguía vacía. ¿Por qué, Señor? Susurraba cada noche mirando el techo con lágrimas mudas.
¿Qué pecado cometí para que me olvidaras así? El último golpe le llegó una tarde en que el patrón del fundo donde a veces le daban trabajo le dijo que ya no lo necesitaban más. Estás viejo, Abelino, no rindes como antes. Y así, con una palmada seca en el hombro, lo echaron. Sin comida, sin trabajo, sin nadie que le hablara, Abelino se arrastró de regreso a su choosa.
Caminó bajo un sol que parecía burlarse de su miseria. Las piedras ardían. El polvo se le metía en la garganta. Nadie le ofreció agua. Nadie le preguntó si estaba bien. Nadie notó su ausencia. Esa noche, sin una sola tortilla que calentar, don Abelino cayó de rodillas sobre el suelo de tierra y gritó con un dolor que quebraba el alma.
Dios, si es que estás allá arriba, dime qué mal hecho. Mira mis manos, mira mi vida. Estoy solo, enfermo, olvidado. ¿De qué sirve orar si nadie escucha? Y entonces lloró. Lloró como un niño que ya no espera consuelo. Lloró con el pecho hundido y los huesos temblando. Lloró hasta quedarse dormido en el polvo con el corazón rendido por la tristeza y el alma cubierta de silencio. Nadie vino.
Ninguna puerta se abrió. Solo el viento, silvando entre las grietas del adobe, pareció responderle con un lamento seco. Pero en el cielo algo se movió. El amanecer no trajo consuelo. El cielo amaneció gris, cubierto por una bruma espesa que parecía presagiar otro día de miseria. Don Abelino despertó con el cuerpo entumecido y los labios partidos por la sed.
Su estómago crujía como la tierra seca que pisaba cada día. Afuera el viento seguía soplando polvo y el sol sin misericordia ya comenzaba a calentar las piedras del camino. Caminó hasta su pequeña parcela, esa tierra reseca donde alguna vez soñó ver crecer maíz y calabaza. Pero lo único que crecía allí era el abandono.
Las plantas, si alguna vez lo intentaron, murieron antes de nacer. Ni una flor, ni una hoja, solo tierra rota y dura como su corazón. Se sentó sobre una piedra y volvió a mirar al cielo. Y si hoy tampoco me escuchas, dijo con voz rota. Y si en verdad me dejaste solo, señor El viento le respondió con un quejido triste y una nube de polvo le obligó a cerrar los ojos.
Entonces, de repente, su cuerpo no aguantó más. Las piernas le fallaron, sus rodillas golpearon el suelo y su rostro se hundió entre sus manos. Don Abelino ya no pudo fingir fortaleza. “Tú que dicen que eres padre”, gritó. “Mírame, estoy muriendo. ¿Acaso un padre olvida a su hijo porque ya no sirve? También tú me echaste como lo hizo el patrón.
¿Dónde estás, señor?” Y allí, arrodillado sobre la tierra que nunca le dio fruto, don Abelino lloró por todo lo que había callado, por los años que perdió esperando, por las noches en vela rezando, por los panes que nunca llegaron, por los abrazos que jamás recibió. El sol seguía su curso indiferente y la tarde cayó como una sombra más sobre su espalda encorbada.
Don Abelino se quedó allí vencido, sin fuerzas. Sin fe, sin lágrimas. El silencio se hizo espeso, pesado. Todo parecía muerto hasta que de pronto sintió una brisa distinta. Era una brisa tibia, dulce, como si el aire se llenara de perfume. Una paz extraña comenzó a envolverlo y una voz, una voz que no venía del exterior, sino de lo profundo de su alma, le susurró, “No estás solo, Abelino.
” Él levantó la vista temblando. Frente a él, en medio del campo baltío, estaba de pie una figura luminosa, serena, con ojos tan puros que parecían conocer todos sus dolores. Sus vestiduras flotaban suavemente y su rostro irradiaba una ternura que ningún ser humano le había ofrecido jamás. “¿Quién eres?”, preguntó don Abelino con el corazón palpitando como un niño asustado.
“Soy un mensajero del cielo”, respondió el ángel. He venido porque tu oración, aunque llena de rabia, fue verdadera, porque tus lágrimas también son palabras y Dios no ha cerrado su oído a tu clamor. Don Abelino se quedó mudo, sus labios temblaban. Nunca creyó que alguien, menos aún del cielo, viniera a él. Pero si Dios me ama, balbuceo, ¿por qué me dejó solo? ¿Por qué permite tanto dolor? El ángel se acercó lentamente y con una mano que no era del todo carne, le tocó el hombro con una caricia que desarmó toda su dureza.
Dios nunca te abandonó. Pero a veces, hijo, cuando el corazón se llena de queja, los oídos se cierran a la voz de la gratitud. Y sin gratitud no hay milagros. Has sufrido, sí, pero aún puedes transformar tu vida. Aún puedes aprender el poder de la oración con fe y de agradecer incluso en medio del dolor.
Don Abelino bajó la mirada. No entendía del todo, pero algo dentro de él comenzaba a moverse. Agradecer, repitió. Agradecer por este abandono. El ángel sonrió con una compasión que traspasaba el alma. Sí, porque la gratitud no es por lo que tienes, sino por lo que aún puedes llegar a recibir si confías.
La fe abre caminos donde no los hay y la gratitud abre el corazón para verlos. Y con esas palabras, el ángel desapareció como un suspiro en el viento. Don Abelino se quedó solo otra vez, pero algo había cambiado. Su alma ya no estaba en ruinas, sino removida, como si en lo profundo una semilla de esperanza hubiera sido plantada. Y aunque el sol seguía quemando, por primera vez en años, alzó los ojos al cielo y con voz temblorosa dijo, “Gracias, Dios, por todavía oírme.
” La noche cayó sobre el altiplano como un manto pesado y helado. En su chosa solitaria, don Abelino se sentó junto al fogón apagado, abrazando sus rodillas como si quisiera protegerse del mundo. No tenía leña, no tenía pan. Solo el recuerdo de aquella voz celestial que aún resonaba en lo profundo de su ser. Las palabras del ángel lo acompañaban como un eco suave.
La fe abre caminos donde no los hay y la gratitud abre el corazón para verlos. Pero, ¿cómo se agradece con el estómago vacío?, susurró mirando el techo agrietado. ¿Cómo se reza con el alma rota? El silencio no le respondió. solo el crujido del barro seco bajo sus pies. Y sin embargo, mientras se cubría con su manta raída, sintió por primera vez en muchos años un leve calor en el pecho, una pequeña llama que no venía del fuego, sino de una certeza, no estaba completamente solo.
Esa noche, con el estómago vacío y los ojos llenos de preguntas, don Abelino hizo algo que nunca antes había hecho. No pidió, no suplicó. Solo dijo, “Gracias, Señor, porque hoy, aunque no entendí, me hablaste.” Y se durmió. A la mañana siguiente, la tierra seguía igual, seca, polvorienta, sin promesa alguna. Pero algo en él se había movido, como si cada paso, aunque cansado, tuviera un poco más de sentido.
No había comida, pero agradeció por estar vivo. No había trabajo, pero agradeció por ver el sol. No había consuelo, pero agradeció por haber sido escuchado. Pasaron los días y aunque nada cambiaba por fuera, su corazón empezaba a dejar de mirar con amargura. Su oración se volvió una rutina sagrada. Gracias Dios por todo, incluso esto.
Y un día, mientras caminaba por el mismo pedazo de tierra donde sus cultivos habían fracasado año tras año, algo llamó su atención. Un pequeño brote, apenas una hojita verde asomaba entre la tierra partida. Se inclinó y la tocó con cuidado. ¿Y tú? murmuró incrédulo. ¿Cómo has nacido aquí? No había llovido, no había sembrado, pero ahí estaba una planta viva creciendo en el mismo suelo donde todo había muerto.
Aquel brote fue como una caricia del cielo, un susurro que decía, “Sigue creyendo.” Desde ese día, cada mañana, don Abelino caminaba hasta ese rincón y decía, “Gracias por esta señal. Gracias por no olvidarte de mí.” Con los días no solo la planta creció, también su corazón. Ya no hablaba con rabia, ni lloraba con desesperación.
Ahora, cuando lloraba, era distinto. Era como si cada lágrima limpiara una herida vieja. Su rostro, aunque aún envejecido por los años, comenzaba a mostrar paz. Y una mañana, mientras se lavaba el rostro con agua del pozo seco que milagrosamente había vuelto a gotear, vio su reflejo en el cuenco de barro. “No soy el mismo, dijo.
No tengo más que antes, pero tengo algo que antes no conocía.” Y sonríó. No sabía cuánto más viviría ni si algún día cosecharía algo digno. Pero por primera vez en su larga vida comprendía lo que el ángel quiso decir. La gratitud transforma el corazón y el corazón transforma el mundo. Esta tarde, mientras el sol descendía en el horizonte y el cielo se teñía de rojo, don Abelino alzó la vista una vez más y con los ojos humedecidos dijo, “Gracias, Dios, por no darme lo que pedí, sino lo que necesitaba.
” Y entonces, en lo alto, entre las nubes del atardecer, una silueta alada lo observaba en silencio con una sonrisa llena de ternura. El tiempo pasó sin anuncios, como pasan los días en los pueblos olvidados, donde el reloj lo marca el sol y las estaciones lo dicta el viento. Pero en la vida de don Abelino, algo imperceptible estaba germinando.
El pequeño brote que había nacido en medio de la tierra seca creció con fuerza. Contra toda lógica, echó raíces profundas y hojas frescas. Era como si cada gracias que salía de los labios del viejo campesino le diera vida a esa planta silenciosa. A su alrededor, la tierra comenzó a agrietarse menos y un día el milagro más sencillo sucedió.
Llovió. No fue un aguacero ni una tormenta. Fue una llovisna tímida, como si el cielo aún dudara. Pero don Abelino se arrodilló bajo esas gotas y alzó los brazos. Gracias. Gracias, Señor”, dijo entre soyosos, dejando que la lluvia le lavara el rostro y el alma. A partir de ese día, la gente del pueblo empezó a notar algo extraño.
Los niños, que antes evitaban pasar cerca de la choa de don Abelino, ahora se detenían a mirar el pequeño rincón verde que comenzaba a crecer frente a su puerta. Era como si el suelo alrededor de su casa hubiera sido bendecido con una energía distinta. El polvo ya no se levantaba igual, el aire ya no se sentía tan seco. ¿Qué hiciste, viejo abelino? Le preguntó un joven con una mezcla de burla y curiosidad.
Y él, con una sonrisa tranquila y la mirada brillante solo respondió, “Agradecí aún cuando no tenía nada.” El muchacho se marchó sin entender, pero sus palabras quedaron flotando en el aire como una semilla sin dueño. Un día, un forastero pasó por el pueblo. Buscaba a alguien que pudiera cuidar unas tierras abandonadas por años.
Nadie quiso el trabajo. Nadie, excepto don Abelino. A pesar de su edad, aceptó con humildad. No tengo juventud, dijo, pero tengo fe. Y sé lo que es amar la tierra, aunque ella tarde en corresponder. El forastero, conmovido, le entregó un terreno olvidado al pie de un cerro. Cuando don Abelino llegó, lo único que encontró fue piedras, espinas y soledad, pero no se desanimó.
Se arrodilló en el suelo como quien abraza a un amigo herido, y dijo, “Gracias, Dios. por confiarme este rincón del mundo. Y comenzó a trabajar no con fuerza, porque ya no la tenía, sino con amor. Cada surco era una oración, cada semilla un acto de fe, cada gota de sudor un sacrificio sin reclamo. Los días pasaron, luego las semanas y de a poco el milagro se repitió.
Donde antes no crecía nada, empezaron a brotar hortalizas, flores silvestres y maíz. Don Abelino no entendía cómo, pero lo sentía. Era como si el cielo hubiera escuchado no solo sus ruegos, sino también sus agradecimientos. Una mañana, mientras regaba su huerto, una niña del pueblo se acercó tímidamente.
Traía en las manos una mazorca seca y sus ojos pedían ayuda sin palabras. Mi mamá está enferma”, dijo, “No tenemos que comer.” Don Abelino no dudó, tomó los vegetales más frescos de su huerta y se los entregó con ternura. “Toma, hijita. Dile a tu madre que un día también estuve solo, pero Dios me mandó compañía en forma de esperanza.
” La niña lo abrazó sin decir nada y corrió de vuelta a casa. Desde ese día, su huerta no fue solo suya. ni su pan ni su agua. Compartía con quien necesitaba sin guardar, sin medir, porque había aprendido que la gratitud no se guarda, se reparte. Y así, sin quererlo, el viejo campesino, que una vez lloró su abandono, se convirtió en un faro de consuelo para otros.
El que una vez gritó al cielo preguntando, ¿por qué a mí? Ahora abría sus manos diciendo, “Gracias, Dios, por aún confiar en mí. El ángel que lo había visitado lo observaba desde lo alto con los ojos llenos de una ternura infinita. Había cumplido su misión. El hombre no solo había aprendido a agradecer, había aprendido a florecer en medio del polvo.
Y en el cielo alguien sonreía. El tiempo, ese tejedor invisible siguió bordando días en la vida de don Abelino. La chosa, que una vez fue testigo de su llanto, ahora era refugio para otros. Su mesa seguía siendo humilde, su cama seguía crujiendo, pero en su alma ya no había quejas ni resentimientos, solo gratitud.
No se volvió rico, no rejuveneció, pero ganó algo que pocos logran en esta vida, paz verdadera. Cada mañana, mientras calentaba un poco de agua sobre el fogón, miraba al cielo y decía, “Gracias, Dios, por este nuevo día, no por lo que me das, sino por permitirme seguir amando, aún con las manos vacías.
” Y luego salía a trabajar su huerta, a ayudar a algún vecino, a compartir lo poco que tenía. Nunca volvió a pedir nada, nunca volvió a llorar con desesperación. porque había aprendido que la gratitud no cambia al mundo, pero cambia al que lo habita. Un día, una ancianita que venía de lejos se sentó junto a él mientras él descansaba bajo la sombra de su gran planta de calabaza.
Traía el rostro cansado y los pies heridos del camino. “¿Cómo logras sonreír tanto, viejo?”, le preguntó mientras se cubría del sol. “Yo perdí todo y no encuentro motivo para agradecer. Don Abelino le ofreció una taza de agua fresca, le acomodó un cojín de trapo y con voz suave le dijo, “Porque aprendí que cuando ya no queda nada, aún puedes ofrecer tu fe y dar gracias por ella.
A veces, hija, uno no tiene nada más que un corazón que late, pero mientras lata puede agradecer.” La mujer se echó a llorar, no por tristeza, sino porque por fin alguien la entendía. Y esa tarde, por primera vez en mucho tiempo, ella también dijo, “Gracias, Dios.” La vida muchas veces nos lleva por senderos áridos, caminos polvorientos donde todo parece perdido.
Y es en esos momentos cuando la esperanza se desvanece, cuando sentimos que nadie nos ve, cuando incluso Dios parece guardar silencio, que surge la gran pregunta, “¿Para qué vivir si todo me ha sido quitado? Don Abelino, un campesino humilde y olvidado, conoció la dureza de esa pregunta.
Su historia no se escribió en grandes libros ni fue noticia, pero es precisamente en las vidas sencillas donde Dios suele hacer sus obras más grandes. Porque la fe no necesita reflectores, necesita raíces profundas. Y la gratitud verdadera no nace en la abundancia, sino en la escasez. Nos han enseñado que la felicidad se alcanza cuando todo está en su lugar, que solo podemos agradecer cuando hay pan sobre la mesa, salud en el cuerpo, compañía en casa y dinero en los bolsillos.
Pero eso no es gratitud, eso es comodidad. La verdadera gratitud es la que se pronuncia cuando no queda nada. Y aún así elegimos decir gracias, Dios. Don Abelino perdió todo lo que se puede perder, menos una cosa, la capacidad de volver el corazón hacia el cielo. Y fue esa rendición, ese acto de humildad ante el dolor, lo que abrió la puerta a lo sagrado.
Porque a veces solo al tocar fondo podemos mirar hacia lo alto. Solo en el silencio del abandono se escucha con claridad la voz de Dios. El ángel no vino a cambiarle la vida con milagros instantáneos. No le dio oro, ni tierra fértil, ni juventud renovada. Le dio algo mucho más poderoso, una verdad simple y eterna.
La gratitud es la semilla que convierte el desierto en jardín. Y así fue. Don Abelino no se hizo rico, no volvió a ser joven, pero se convirtió en un alma rica en paz, en amor, en humildad. Aprendió que el milagro más grande no es cuando Dios cambia tus circunstancias, sino cuando Dios cambia tu corazón. Cuántas veces nos quejamos por lo que nos falta.
Cuántas veces cerramos los ojos a las bendiciones silenciosas que aún nos rodean. La salud que aún conservamos, el aire que respiramos, el hecho de seguir aquí a pesar de todo. Y si como Abelino aprendiéramos a dar gracias incluso cuando no entendemos. Y si la llave que abre la puerta al propósito de nuestra vida no estuviera en lo que pedimos, sino en lo que agradecemos.
Dios no quiere hijos perfectos, quiere corazones sinceros. Y cuando ese corazón roto y cansado se atreve a decir gracias por todo aunque no tenga nada. Ahí empieza el verdadero milagro. La historia de don Abelino nos deja una enseñanza que trasciende los tiempos y toca el alma. La pobreza no está en el bolsillo, sino en el alma que ha dejado de confiar.
Y la verdadera riqueza no se mide en posesiones, sino en la capacidad de amar, perdonar, orar y agradecer. Quizás tú también estés atravesando un desierto. Quizás tu alma esté cansada y te pregunte si vale la pena seguir creyendo. Si es así, recuerda esto. Dios no siempre cambia el panorama, pero siempre transforma al caminante.
Y si tú permites que tu corazón sea fértil para la gratitud, pronto verás como algo florece. Primero dentro de ti, luego a tu alrededor, como en el campo de don Abelino, porque ¿quién aprende a vivir agradeciendo? Descubre que ya no necesita pedir nada porque ya lo tiene todo. La paz de saber que Dios nunca se fue.
Gracias por acompañarnos hasta el final de esta historia. Si tocó tu corazón, si alguna lágrima se asomó en tus ojos o si sentiste que esta historia hablaba directamente a tu alma, te invito con todo mi cariño a que te suscribas a este humilde canal Reflexiones del abuelo. Aquí no contamos cuentos vacíos, aquí compartimos historias con propósito, con fe, con amor, historias que sanan, que inspiran y que nos recuerdan que aún en medio del dolor, Dios nunca deja de escribir en nuestra vida.
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