Dicen que el es astuto, pero este humilde campesino le dio la lección más humillante de su vida. Lo engañó no una ni dos, sino siete veces. Lo que estás a punto de escuchar te hará reír, reflexionar y abrir los ojos para siempre. Suscríbete porque esta historia te va a volar la cabeza.

 En un rincón apartado del mundo, rodeado de montañas, campos verdes y caminos polvorientos, vivía Don Eusebio, un campesino como pocos, humilde, trabajador, pero sobre todo tremendamente inteligente. Su vida era sencilla, pero nunca le faltaba lo necesario. No tenía grandes riquezas, pero sí la mayor fortuna que un hombre puede poseer. Una mente despierta y una astucia afilada como machete nuevo. Pero la tranquilidad de don Eusebio estaba a punto de ser interrumpida.

Aquel día, mientras la tierra con su viejo güey, sintió un frío repentino que recorrió su espalda. El cielo, que minutos antes estaba despejado, se cubrió de nubarrones negros. Las hojas temblaban, los pájaros callaron y hasta los grillos, que jamás se callan, guardaron silencio. Algo extraño estaba por suceder.

De repente, una nube de humo apareció frente a él y de entre las sombras surgió una figura encorbada de mirada maliciosa, piel rojiza, cuernos pequeños y un tridente en la mano. No cabía duda, era el mismísimo en persona. Pero no cualquier sino uno bastante peculiar, bajito, con cara de travieso, pero con un aire de torpeza que no podía ocultar.

 Aja, exclamó el inflando el pecho. Buenas tardes, querido mortal. He venido a ofrecerte un trato que no podrás rechazar. Don Eusebio, sin soltar el arado, lo miró de arriba a abajo, le escupió al lado y dijo con toda calma, mire qué cosas. Y qué se le ha perdido por aquí, su merced. Tu alma, gritó el haciendo chasquear su tridente contra el suelo. Pero no te asustes, vengo a proponerte un intercambio justo.

Yo te daré riquezas, cosechas abundantes, animales, todo lo que desees y a cambio, cuando pase un año exacto, tu alma será mía. El campesino se rascó la barba, miró sus tierras, miró al  y luego suspiró. Mmm. Suena interesante, pero déjeme pensarlo. Se cruzó de brazos. Y dígame, ¿usted es de fiar? Por supuesto, respondió el que no esperaba esa pregunta.

Siempre cumplo mi palabra, aunque claro, después cobro lo mío. Don Eusebio caminó en círculos alrededor del fingiendo estar en profunda reflexión. Luego se detuvo, se sacó el sombrero y con voz firme dijo, “Acepto. Pero con una condición, usted me ayudará en el trabajo del campo durante todo este año.

 Juntos sembraremos, cosecharemos y levantaremos estas tierras. Y cuando se cumpla el plazo, entonces podrá venir por lo suyo.” El  sonrió frotándose las manos. “Trato hecho!”, gritó mientras sacaba un contrato que parecía hecho de piel curtida. con letras rojas que echaban humo. Don Eusebio lo leyó con detenimiento, o al menos fingió hacerlo.

 Firmó con su huella y el emocionado, también estrelló la suya, un sello ardiente con forma de cola de  Con el contrato sellado, ambos se pusieron manos a la obra, pero el campesino, astuto como zorro viejo, no tardó en maquinar la primera jugada. Al día siguiente, cuando el llegó muy temprano dispuesto a trabajar, don Eusebio le planteó lo siguiente.

 Mire, como usted es un ser, digamos, especial, propongo que dividamos la cosecha de manera justa. Lo que crezca debajo de la tierra será mío y lo que crezca arriba será suyo. ¿Le parece? El que apenas entendía de agricultura, se rascó la cabeza, hizo cálculos imaginarios y pensó, “Las hojas siempre son más grandes, verdes y abundantes. Sin duda me conviene.” Sonrió de oreja a oreja y aceptó de inmediato.

Y así fue. Sembraron yuca, batata, zanahoria, rábano, jengibre, toda clase de tubérculos. El trabajaba como nunca, sudaba, cargaba sacos, araba, sembraba y regaba. Estaba convencido de que cuando crecieran las plantas obtendría montañas de hojas, ramas y tallos suficientes para llenar su infierno de adornos verdes. Pasaron los meses y llegó el tiempo de la cosecha.

El campesino, con una sonrisa pícara, comenzó a levantar las raíces gordas, firmes y llenas de vida. Sacaba yucas enormes, zanahorias del tamaño de un brazo, batatas gigantes. Las cargaba en su carreta mientras el  con cara de tonto, se quedaba recogiendo las hojas secas, tallos duros y ramas quebradas.

 Cuando terminó, miró su montón de hojas y lo comparó con el cargamento de don Eusebio. Su cara se tornó roja, pero no de furia infernal, sino de vergüenza. “Oiga, esto no es justo”, protestó. Usted me engañó. Don Eusebio se encogió de hombros limpiándose las manos en su pantalón. Engañarlo yo. No, señor. El trato fue claro.

 Usted aceptó quedarse con lo que creciera arriba de la tierra y arriba solo crecen ramas, hojas y flores. Lo gordo, lo bueno, eso está bajo tierra. El pateó el suelo, lanzó su tridente y masculó maldiciones en todos los idiomas del inframundo. Su cola daba latigazos en el aire y su cara parecía a punto de explotar. Muy bien, gruñó. Esto no se quedará así. La próxima vez no me engañará. Ya verá, ya verá.

 Sin decir más, desapareció en una nube de azufre, dejando al campesino riéndose a carcajadas mientras acomodaba su rica cosecha. Lo que el no sabía era que este solo era el primer round y que enfrentarse a un campesino con hambre, necesidad y cerebro afilado es más peligroso que enfrentar 1000 ángeles del cielo.

 Porque cuando la inteligencia se pone al servicio de la vida, ni el  mismo puede ganar. Los días pasaron mientras don Eusebio disfrutaba de su enorme cosecha de raíces, el  allá en su cueva del inframundo, daba vueltas de un lado a otro, mascullando insultos, golpeando su tridente contra las piedras y pisando su propia cola de la rabia.

 No podía entender como un simple campesino le había dado una lección tan humillante. Él, el príncipe de las tinieblas, el amo de los engaños, había sido burlado como un tonto. No podía permitir que eso quedara así. Su orgullo, más grande que su propio infierno, no le daba paz. Golpeó las paredes, escupió fuego y finalmente, tras un buen rato de berrinche, respiró hondo y se dijo a sí mismo, “Esta vez no me engañará. Esta vez yo pondré las reglas.

” Al amanecer volvió a aparecer en el campo de don Eusebio en medio de humo y chispas, pero esta vez trató de contener su furia, fingiendo una sonrisa maliciosa, aunque se le notaba la frustración en cada movimiento. Don Eusebio lo miró desde lejos, acomodado bajo un árbol, bebiendo su cafecito mañanero y limpiándose las uñas con un palito como si nada.

 “Buenos días, su señoría de las tinieblas”, le dijo con tono burlón. ¿Qué milagro lo trae por estos campos tan humildes? El respiró hondo, se tragó su orgullo y respondió, “Vengo a renegociar. Esta vez no me vas a tomar el pelo, campesino. Ahora las cosas serán diferentes. Don Eusebio se levantó, se sacudió el pantalón lleno de polvo y lo miró con esa cara de, “A ver qué tontería me trae este hoy.” Ajá, lo escucho.

 El sacó un pergamino nuevo y lo desenrolló sobre una piedra. Esta vez haremos otro trato, dijo señalando con su tridente. Lo que crezca arriba de la tierra será tuyo y lo que esté debajo será mío. Así nos evitamos engaños, trampas y malentendidos. ¿Aceptas? Don Eusebio se rascó la barbilla.

 Hizo como que pensaba muy serio, pero por dentro ya su mente volaba como rayo buscando la manera de darle la vuelta a ese trato. Bueno, dijo al cabo de unos segundos. Me parece justo. Lo que esté arriba será mío y lo de abajo suyo. El sonrió mostrando los colmillos. Perfecto. Exclamó. No puedes negarte ahora. Está clarísimo. Don Eusebio extendió la mano y chocaron las palmas. El pacto estaba hecho.

 Sin perder tiempo, el campesino se puso manos a la obra. Pero esta vez sembró maíz, frijoles, trigo, sorbo y toda clase de plantas que daban su fruto sobre la tierra. El  creyendo que esta vez sí había asegurado su victoria, trabajaba como mula, arando, sembrando, regando y vigilando que no hubiera trampas. Estaba tan concentrado en evitar ser engañado que no notó lo más obvio, que todo lo que habían sembrado crecía para arriba, no para abajo. Pasaron las semanas y los campos comenzaron a llenarse de vida.

Las espigas doradas del maíz ondeaban con el viento. Los frijoles trepaban los palos como buscando tocar el cielo. El trigo se mecía como un mar dorado bajo el sol. Todo se veía hermoso, pero todo estaba arriba. Cuando llegó el tiempo de la cosecha, el se presentó con un costal enorme, frotándose las manos, listo para recibir lo que, según él, sería su mejor botín. “Bueno, campesino,” dijo relamiéndose los labios. Llegó la hora de cobrar.

 Todo lo de abajo es mío. Don Eusebio sonrió, recogió una espiga de trigo, la miró y luego la sacudió sobre su mano, dejando caer los granos. Claro, claro. Dijo mientras daba media vuelta hacia la parcela. Ambos comenzaron a cosechar. Don Eusebio cortaba las espigas, recogía los frutos del frijol, sacaba las mazorcas gordas del maíz, todo lo que brillaba bajo el sol, mientras el  sudando y maldiciendo, escarvaba la tierra con sus propias garras, buscando algo, pero no encontraba nada. Cada vez que metía la mano en la tierra,

solo sacaba raíces delgadas, piedritas, gusanos, tierra seca y algún que otro grillo despistado. Pero, ¿qué demonios es esto? gritó furioso. Aquí no hay nada. Don Eusebio cargando su carreta llena de mazorcas y sacos de trigo, se encogió de hombros. Pues no sé, patrón. Usted pidió lo de abajo y abajo no hay más que tierra y raíces.

 El pateó el suelo con tanta fuerza que hizo un hoyo que casi llegaba al infierno. Golpeó su tridente contra las piedras y su cola daba vueltas como látigo. Otra vez me engañaste, maldito campesino. Gritó desesperado. No puede ser. No puede ser, no puede ser. Don Eusebio, sin inmutarse, le respondió mientras se subía a su carreta. No, señor, yo no engaño a nadie. Aquí se firmó lo que usted mismo propuso.

Lo de arriba es mío y lo de abajo suyo. Si abajo no hay nada, pues no es culpa mía. Y le guiñó el ojo mientras chasqueaba la lengua a sus bueyes para emprender camino. El se quedó allí de pie, viendo como el campesino se alejaba riendo y cantando con su carreta llena hasta el tope, mientras él solo tenía un costal lleno de tierra, algunas raíces inútiles y el orgullo hecho pedazos. Temblando de rabia.

 Juro, esto no se quedará así. La próxima te atrapo, campesino maldito. Lo juro por las llamas eternas del infierno. Pero lo que el aún no entendía era que cuando la inteligencia se enfrenta a la maldad, la maldad siempre termina haciendo el ridículo. Y así, mientras los grillos volvían a cantar y el viento soplaba como si celebrara la astucia de don Eusebio, el desapareció otra vez en una nube negra, tramando su próxima jugada, que tampoco saldría como esperaba.

 Los días pasaron y el no dormía. Daba vueltas en su cueva subterránea, masticando piedras de la rabia, golpeando su tridente contra las paredes del infierno y jalándose los cuernos como si quisiera arrancárselos. No podía creerlo. Por segunda vez, el campesino lo había dejado en ridículo delante de todos los demonios que desde las profundidades ya empezaban a murmurar y a burlarse de él.

El burlado por un simple campesino, decían los espíritus infernales entre risas y carcajadas. Aquello no podía permitirse. Su reputación estaba en juego. Tenía que cambiar la estrategia. Ya no podía confiar en juegos de palabras ni en tratos que dependieran de astucias agrícolas. Esta vez no. Esta vez lo atraparía con inteligencia, o al menos eso creía.

Con esa determinación se apareció nuevamente en los campos de Don Eusebio. Esta vez su entrada fue más dramática. Rayos, truenos, llamas, humo negro y un viento que casi arrancaba los techos de las casas del pueblo. Quería impresionar, intimidar, hacer que el campesino temblara.

 Pero cuando el humo se disipó, lo que vio fue a don Eusebio sentado en una mecedora, tomando café y limpiándose las uñas, como si el fin del mundo no estuviera pasando justo frente a él. Ajá. Mírelo quién volvió. Ya se le acabó la tierra que recogió la otra vez, dijo don Eusebio levantando la ceja con esa sonrisa que más parecía una trampa que un gesto amable. El apretó los dientes y trató de no explotar.

“Vengo a proponerte un nuevo trato”, dijo controlando la furia. “Digan no más.” Escúchame bien, campesino. Ya no haremos divisiones tontas de arriba o abajo. Esta vez haremos un trabajo juntos, una represa. Tú y yo construiremos un estanque para atrapar peces. Al final, todo lo que quede dentro del agua será mío y lo que esté afuera, tuyo.

 Así evitamos tus engaños y tus trampitas de campesino mañoso. ¿Aceptas? Don Eusebio se quedó mirando al fingiendo que pensaba profundamente, pero por dentro ya había olido la trampa y también ya estaba cocinando su contratampa. Bueno, respondió tras un largo sorbo de café. Me parece justo. Hagámoslo. El sonrió mostrándole todos los colmillos. Se pusieron manos a la obra.

Trabajaron día y noche, construyeron un muro de piedras, desviaron el arroyo, reforzaron las orillas con barro, ramas y madera. El cargaba piedras gigantes, levantaba troncos como si fueran plumas y sacaba tierra por toneladas, todo con tal de asegurarse de tener un gran estanque lleno de peces gordos, jugosos y brillantes.

 Pero mientras él sudaba como mula, don Eusebio con su mente tan ágil como su machete, aprovechaba cada oportunidad para ejecutar su plan maestro. Mientras el iba a cortar ramas, él cabó en secreto un pequeño canal que salía por detrás del muro, cubriéndolo hábilmente con hojas y tierra. Ese canal, aunque delgado, conectaba el estanque con su propio corral, donde había preparado un gran hoyo lleno de agua.

 Cuando terminaron, el jadeando, pero sonriendo, se frotó las manos. Muy bien, campesino. Es hora de abrirla compuerta y ver mi riqueza nadando. Don Eusebio fingió estirarse, se limpió las manos y dijo, “Aja, vamos a ver.” Abrieron la compuerta y el agua comenzó a llenar la represa. El estaba eufórico, bailando sobre una roca, lanzando su tridente al aire, gritando, “Pronto tendré cientos de peces, ríos de peces gordos, peces fritos, peces asados, peces al ajo.

” Pero cuando el agua se asentó y la corriente dejó de moverse, miró dentro del estanque y lo que vio fue nada, agua limpia. Agua sola, agua vacía. ¿Qué? Gritó, se asomó más, dio vueltas, metió la cola, chapoteó, buscó por todas partes, ni una mojarra, ni un bagre, ni una rana siquiera. Esto no puede ser. Chillaba. Mientras tanto, a unos metros de allí, se escuchaba el sonido del agua moviéndose y chapoteos y risas y saltos de peces.

 Era don Eusebio que desde su pequeño estanque oculto sacaba red tras red de peces gordos, brillosos y sabrosos. El se dio cuenta. Corrió hasta allí y al llegar vio como el campesino sacaba su quinta red llena hasta el tope. Esto es trampa. Rugió. No, señor. Acuérdese lo que usted dijo, le respondió don Eusebio mientras sacaba otro pescado.

 Todo lo que quede en el agua de la represa es suyo y lo que esté afuera es mío. Y vea usted, mi canal es otro estanque. Está fuera de su represa. Pero tú desviaste mis peces. No, señor. Yo solo aproveché lo que la naturaleza da. El agua busca su camino y los peces también. El se tiraba del cabello, se daba golpes en la frente, chillaba, pataleaba, saltaba y hasta mordía piedras de pura impotencia.

Su cara roja se volvió casi morada del coraje. Esto es imposible. No puede ser que me hayas ganado otra vez”, gritaba revolcándose en el lodo. Don Eusebio solo se agachó, tomó un pez, le dio un besito en la cabeza y mirando al le dijo, “Mire patrón, le voy a dar un consejo.

 No es bueno subestimar a la gente humilde, porque los que vivimos de la tierra sabemos que más que fuerza lo que vale es la cabeza.” El  ya derrotado otra vez, pateó su tridente y lanzó un grito que hizo temblar hasta las piedras. Juro por las llamas eternas del infierno que esta vez me voy a vengar. Prepárate, campesino desgraciado. Esto aún no se ha acabado.

 Y desapareció envuelto en llamas, humo y olor azufre, mientras don Eusebio se sentaba tranquilo, limpiándose las manos y preparando su sartén para hacerse un buen pescado frito con yuca hervida, sonriendo de oreja a oreja. Porque cuando el se enfrenta a la inteligencia de un hombre sabio, siempre sale perdiendo. El infierno entero estaba patas arriba.

 Los demonios corrían de un lado a otro, cuchicheando, señalando y conteniendo la risa. Algunos fingían trabajar, otros se escondían detrás de las calderas y los más descarados soltaron carcajadas que se escuchaban hasta en la superficie. No era para menos. Su jefe, el mismísimo había sido engañado tres veces consecutivas por un simple campesino.

 Y allí estaba él, sentado en su trono de fuego, con la cara más larga que una semana sin pan, la cola enrollada en las piernas y el tridente tirado a un lado. Mordía sus uñas puntiagudas mientras mascullaba en voz baja. No puede ser, no puede ser. Este campesino me ha humillado ante todo el inframundo”, gritaba mientras se arrancaba mechones de cabello. “Pero esto no se queda así.

” Se levantó de golpe, pateó un caldero que salió volando hasta estrellarse contra una roca y con el humo saliéndole por las orejas trazó su plan final. O eso pensaba. Si no puedo vencerlo con trampas, ni con tratos ni con fuerza, entonces lo atraparé con su propia avaricia”, se dijo, sonriendo de lado, creyendo que por fin había encontrado la fórmula perfecta.

 Al día siguiente volvió a aparecer en los campos de don Eusebio, esta vez sin fuegos artificiales, ni humo, ni truenos. Llegó caminando, disfrazado de comerciante elegante, sombrero fino, saco de terciopelo rojo y un bastón adornado con una calavera diminuta. Don Eusebio, que estaba sentado bajo la sombra de una ceiva, se rió apenas lo vio venir. Aja, mírelo. Mire quién anda por estos rumbos.

 ¿Qué? ¿Se le perdió algo, patrón? Nada que se me haya perdido, pero si algo que quiero compartir contigo. Respondió el sonriendo y mostrando sus dientes afilados. Vea qué curioso. Lo escucho. Mira, campesino, empezó mientras caminaba en círculos. Tú y yo hemos trabajado duro. Te he visto. Eres astuto. Eres listo. Eres un hombre de negocios igual que yo.

 Así que pensé que es momento de que hagamos un negocio de verdad, serio, grande, de esos que cambian la vida. Don Eusebio entrecerró los ojos, se cruzó de brazos y dijo, “Siga, siga, que me interesa ese cuento. Te propongo buscar juntos un tesoro, un cofre lleno de oro, joyas y riquezas ocultas que está enterrado aquí cerca, en la cima del cerro del Lo he tenido escondido por siglos, pero no puedo sacarlo solo porque tiene una maldición.

 Solo puede ser desenterrado si dos manos mortales lo tocan a la vez.” El campesino se rascó la cabeza. frunció el ceño y respondió, “Ajá. Y supongo que la mitad es mía y la otra suya. Exactamente.”, exclamó el “Pero para hacerlo más emocionante, vamos a hacer un reto. ¿Quién logre cargar más del tesoro, se lo queda todo.

 Ni tú ni yo queremos andar con medias tintas, ¿verdad?” Don Eusebio bajó la cabeza como pensando, pero en realidad por dentro ya estaba sonriendo. Bueno, dijo, trato hecho, pero eso sí, cada quien debe cargar su parte hasta la base del cerro. Lo que no logre cargar queda para el otro. Perfecto. Rugió el frotándose las manos. Por fin, por fin te atrapé.

 Subieron al cerro. Después de caminar bajo el sol y el polvo, llegaron a un árbol seco y justo allí el comenzó a escarvar con sus garras. Al poco rato apareció un cofre enorme, cubierto de cadenas oxidadas y candados rotos. Lo abrieron y allí estaba oro, monedas brillantes, collares, anillos, piedras preciosas, coronas antiguas, una fortuna que haría temblar al mismo rey del mundo.

 Los ojos del se iluminaron como brasas. Y don Eusebio, con la misma calma de siempre, lo miraba cruzado de brazos, esperando a que su rival cayera una vez más en su propia trampa. Muy bien, dijo el Empieza tú, campesino. No, no, usted primero, patrón. Los visitantes son primero, respondió Eusebio con una sonrisa.

 El sin sospechar nada, comenzó a llenar su costal. Echaba monedas, lingotes de oro, collares, hasta piedras del tamaño de melones. Cargaba y cargaba, convencido de que mientras más juntara, más seguro tenía el triunfo. Cuando ya no podía meter una sola moneda más, trató de levantar el costal, pero aquello no se movía ni un centímetro.

 Tiraba, empujaba, sudaba, pataleaba, pero el bulto estaba pegado al suelo como si fuera parte de la roca. ¿Pero qué? Gritó. Esto es imposible. Don Eusebio, mientras tanto, con una calma que parecía burla, sacó su sombrero, se agachó y llenó su saco solo con algunas cadenitas de oro, unos anillos y tres o cuatro moneditas. “Listo”, dijo mientras lo cargaba al hombro. “Livianito, pero suficiente.

” El volvió a intentar cargar su bulto. Lo jalaba con la cola, con los dientes, con los cuernos. Nada. Entonces miró bien y notó que las piedras del fondo del cofre tenían pegados imanes gigantes. Iban soldados al fondo del cofre por una trampa que don Eusebio había preparado días antes cuando fingió estar recogiendo leña por la zona.

 “Tú, tu tramposo, tú balbuceaba mientras se retorcía de rabia.” No, patrón, respondió don Eusebio limpiándose el sudor. Acuérdese lo que usted dijo, lo que cada quien logre cargar es suyo. Si usted se quiso pasar de listo cargando de más, no es culpa mía. El cayó de rodillas, se arrancó los cuernos, pateó el aire, dio vueltas sobre sí mismo y hasta mordió su propio tridente.

 Mientras tanto, don Eusebio iba bajando del cerro, silvando y cargando su botín. A mitad del camino se detuvo, miró hacia atrás y gritó, “¡Vea, patrón, le regalo las piedras, los imanes y el hueco. Que le aprovechen.” El lanzó un grito que hizo temblar hasta los volcanes mientras se hundía en una nube de humo negro, desapareciendo una vez más.

 Y así, mientras los gallos cantaban y el viento movía las hojas de los árboles, don Eusebio seguía su camino sonriendo. Porque cuando el orgullo, la avaricia y la maldad se enfrentan a la inteligencia de un hombre humilde, no importa cuántas veces lo intenten, siempre perderán. Los días pasaban y el no tenía paz. No dormía, no comía, no hacía otra cosa que maldecir su suerte mientras caminaba en círculos dentro de su cueva infernal, quemándose los pies con el mismo fuego que le encendía de la rabia.

 Los demonios menores ya no podían contener las carcajadas. Por todo el infierno corría el chisme. El fue derrotado por un campesino. No una, ni dos, sino cuatro veces. Era la comidilla de laberno. Algunos escribían en las paredes se busca inteligencia perdida del jefe. Otros más descarados usaban su tridente para dibujar caricaturas del cargando hojas, tierra o pescando en un estanque vacío. Pero el herido en su orgullo, no se iba a rendir jamás.

Esta vez no pensaba hacer tratos, ni pactos, ni juegos. Ahora iba a ir directo, sin rodeos. Si ese campesino era tan astuto con trampas, entonces lo atraparía por donde más le dolía su propio corazón. Ya no lo tentaré con riquezas, decía mientras caminaba, ni con mañas del campo. Esta vez apelaré a su debilidad más profunda, la confianza.

 Al amanecer, bajó a la tierra disfrazado de un anciano humilde, encorbado con un bastón de madera y un costal hombro. Avanzó por el camino polvoriento hasta llegar a la finca de don Eusebio, quien como de costumbre estaba bajo la sombra de su ceiva tomando café y mirando como sus gallinas rascaban la tierra.

 Cuando lo vio venir, don Eusebio entrecerró los ojos. Ese viejito le parecía familiar, demasiado familiar. Buenos días, buen hombre”, saludó el supuesto anciano con voz temblorosa. “Me han contado que usted es el más sabio de estos campos y necesito su ayuda.” Don Eusebio lo miró de pies a cabeza, ladeó la cabeza y con voz pausada respondió, “Aja, cuénteme su pena.

” “Verá usted”, dijo el disfrazado. “Tengo una herencia, un baúl lleno de monedas de oro, pero mis hijos son unos ingratos. Me abandonaron y ya no quiero que ellos reciban nada. Quiero que alguien bueno, trabajador y honesto lo administre. Alguien como usted. El campesino se cruzó de brazos. Sabía que aquello olía más azufre que a café recién colado. Ajá.

 ¿Y qué quiere que haga? Ayúdeme a esconder este tesoro”, respondió el falso anciano. “Lo enterraremos en un lugar seguro y luego cuando yo muera, será todo suyo. Solo necesito que jure que lo cuidará hasta entonces.” Don Eusebio se rascó la barbilla, lo miró con esa sonrisa torcida que ya se le hacía habitual cada vez que olía trampa.

 “Bueno, vamos a ver ese tesoro primero”, dijo. Caminaron hasta la cima de un pequeño cerro. Allí el anciano, es decir, el disfrazado, destapó un costal y efectivamente brillaron monedas de oro, cadenas, coronas y hasta unos anillos con piedras preciosas que cegaban con su brillo. Don Eusebio lo miró, pero no el tesoro, sino al supuesto anciano.

 Lo miraba a los ojos con esa mirada que atraviesa las apariencias como machete atraviesa caña. Ajá. ¿Y qué gana usted con eso?, preguntó. Solo la tranquilidad”, respondió el  “y saber que mi fortuna está en buenas manos hasta que yo parta de este mundo.” El campesino sonrió y dijo, “Ajá, vamos a enterrarlo.

 Entonces, buscaron un sitio entre dos grandes piedras y comenzaron a acabar. El metía las manos con desesperación mientras don Eusebio, más calmado, sacaba la tierra con su pala.” Cuando el hoyo estuvo lo suficientemente hondo, el se detuvo, se limpió las manos y dijo, “Ahora, buen hombre, bájese usted al hoyo para acomodar el cofre. Yo se lo iré pasando.

” Don Eusebio, que ya tenía todo claro desde hacía rato, se rascó la cabeza, sonrió y le respondió, “Aja, con gusto.” Bajó al hoyo. El con una sonrisa de oreja a oreja levantó la pala. Izas me empezó a echar tierra a toda velocidad tratando de enterrarlo vivo. Ahora sí! Gritaba mientras paleaba como loco. Ahora te tengo, campesino desgraciado, por burlarte de mí todas estas veces.

A ver cómo sales de esta, bruto.” Pero lo que el no sabía era que don Eusebio ya había acabado otro túnel por uno de los costados mientras él hacía el hoyo principal. Así que cuando la tierra comenzó a caerle encima, solo dio dos pasos hacia atrás y salió caminando tranquilamente por el túnel lateral, cubierto por ramas y hojas.

 El seguía echando y echando tierra con tanta furia que no se dio cuenta de nada. “Más tierra, más, más!”, gritaba. Cuando por fin terminó, se limpió las manos, se sacudió y se frotó las manos con una sonrisa de victoria. Ahora sí, el campesino está enterrado. Por fin, por fin gané.

 Pero al darse vuelta se encontró cara a cara con don Eusebio apoyado en su machete, con una sonrisa tan grande que le brillaban los dientes. “Aja, patrón”, le dijo. Terminó el ejercicio. Mire que le quedó bonito el montículo, pero si quiere lo puede aplanar para sembrar yuka. El se quedó paralizado. Se le cayó el sombrero, el bastón y hasta la mandíbula del susto. Pero, ¿cómo? Gritó.

 ¿Cómo saliste de ahí? Bueno, respondió don Eusebio. Usted pensó que me enterraba, pero lo que no sabía es que mientras usted planeaba cómo engañarme, yo ya había planeado cómo salirme de su engaño. El temblaba, daba pasos hacia atrás. Sus ojos se salían de las órbitas, su cola se hacía un nudo de la desesperación. “Basta!”, gritó. “Esto es imposible, imposible.

” Dio media vuelta y salió corriendo cuesta abajo, tropezando con piedras, ramas y hasta con su propio tridente. Desapareció entre una nube de humo negro mientras gritaba, “Esto no se quedará así. Lo juro por las llamas del infierno. Mientras tanto, don Eusebio miraba el montón de tierra y el hueco donde estaba el supuesto tesoro, pero al revisar se dio cuenta de que las monedas eran de barro pintado, las coronas de madera, los anillos de vidrio, todo falso.

Ajá. Ni eso pudo hacer bien este pobre  dijo soltando una carcajada tan fuerte que hasta los gallos del pueblo se despertaron. Y así una vez más quedó demostrado que cuando la maldad cree que va ganando, la inteligencia siempre le va tres pasos adelante. Las noticias corrían más rápido que el viento.

 En el pueblo ya nadie hablaba de otra cosa que no fuera del y de cómo había sido humillado una y otra vez por don Eusebio, el campesino más astuto que la tierra haya conocido. En las noches, alrededor de las fogatas, los niños pedían que les contaran la historia y los ancianos reían hasta que les dolía el estómago. Incluso algunos decían que desde lo más profundo del infierno aún se escuchaban los gritos de frustración del Pero mientras todos se reían, el mismísimo se revolcaba en su cueva lleno de rabia, desesperación y

vergüenza. Lanzaba fuego por la boca, daba vueltas como trompo y pateaba su tridente mientras juraba y perjuraba que esta vez no fallaría. Se acabaron los jueguitos”, gritaba mientras golpeaba el suelo. “Esta vez no vengo a negociar, no vengo a ofrecer, no vengo a proponer nada. Esta vez lo tomo por la fuerza.

” Con esa decisión salió disparado hacia la superficie, envuelto en llamas y humo. Sus ojos brillaban como carbones encendidos. Su cola latilleaba el aire y sus garras raspaban las piedras haciendo saltar chispas. Al llegar al campo de don Eusebio, lo encontró como siempre, tranquilo, bajo la sombra de su ceiva, tomando café, mientras pelaba una yuca con la calma de quién sabe que la vida no tiene prisa.

 El aterrizó frente a él con un estruendo que sacudió la tierra. Se acabó, campesino. Rugió con la voz retumbando hasta en las montañas. Esta vez no hay trato, ni juego, ni acuerdo. Vengo por tu alma ahora mismo. Don Eusebio levantó la mirada, bajó la taza de café y se acomodó el sombrero. Ajá. Mire usted, dijo con voz serena. Parece que amaneció de mal humor.

 Basta de tus burlas, gritó el pisoteando el suelo. Ya me cansé de tus trampas, de tus engaños, de tu inteligencia. Vengo a llevarme tu alma por las malas. Don Eusebio se levantó despacio, se sacudió el pantalón, agarró su machete y mirando fijamente al dijo, “Ajá, si es así, entonces usted se atrevería a hacerme una última competencia”, preguntó mientras caminaba lentamente alrededor de él. El desconcertado, parpadeo.

¿Qué? Competencia, balbuceo. Sí. patrón, una última. Porque si usted me gana, me lleva ahora mismo, pero si pierde me deja tranquilo y no vuelve más nunca por estos rumbos. El respiraba fuerte. Su orgullo le decía que no debía aceptar, pero su arrogancia le gritaba que no podía rechazar un desafío del mismo campesino que lo había hecho quedar como tonto tantas veces. Está bien, bruñó.

Acepto. Pero cuidado, esta vez no hay trucos. Ajá. Y como usted es el visitante, le dejo que escoja la competencia. El se rascó la barbilla, miró alrededor, pensó y sonríó. Será una competencia de fuerza, dijo. Levantaremos una enorme roca que está en la cima del cerro. El que logre cargarla más lejos gana. Don Eusebio se rió por dentro.

sabía perfectamente que no tenía ni la fuerza ni la intención de competir físicamente con el pero también sabía que el no era precisamente el más brillante. “Aja, trato hecho”, respondió. Subieron juntos al cerro. Allí, en medio de dos grandes encinos, había una roca descomunal, enorme, más grande que una carreta, tan pesada que ni 10 güeyes juntos podrían moverla.

El la miró, frotó sus garras y sin perder tiempo la abrazó con ambas manos, la alzó sobre sus hombros gruñendo y echando humo por la nariz. Dio tres pasos tambaleantes y Zas la dejó caer. El suelo tembló. Ahí está, gritó con la cara roja del esfuerzo. A ver si puedes moverla tú, campesino miserable. Don Eusebio se rascó la cabeza, miró la roca y luego miró al Caminó en círculos, pensó un poco y con toda la calma del mundo le dijo, “Aja, patrón, mire, yo soy hombre de campo, no de fuerza. Pero si usted quiere, podemos

cambiar la competencia. En lugar de cargar la roca, ¿por qué no hacemos algo más útil? Cada uno cargará lo que le dé más valor, lo que considere más importante. El arqueó las cejas. ¿Cómo es eso? Fácil. Usted carga lo que más valor tenga y yo igual. El que logre llevar algo más valioso gana. El lo pensó.

miró la roca, luego miró su tridente, sus cadenas, sus fuegos y se le ocurrió la idea más absurda, pero que en su cabeza parecía genial. Perfecto. Gritó. Yo me llevo esta roca. Y volvió a abrazarla con todas sus fuerzas. Mientras tanto, don Eusebio sacó su sombrero, lo puso sobre el corazón, miró alrededor y se acercó a su ceiva.

 Con la navaja cortó una pequeña rama verde y tierna, la miró y dijo, “Aja, yo me llevo esta ramita.” El que sudaba, temblaba y gruñía, se detuvo y explotó en carcajadas. “Jajaja, gritaba una ramita. Eso es lo que cargas. Perdiste, campesino bruto. Pero don Eusebio con su sonrisa calma le respondió, “Aja, patrón, dígame usted, ¿esa piedra qué produce? ¿Qué da? ¿De qué sirve? El se quedó mudo.

 Esta ramita continuó. Si la planto, da sombra, da oxígeno, da frutos, da vida. Pero esa piedra que usted carga no da nada. No sirve para nada más que para estorbar. Así que, patrón, me parece que quien lleva lo más valioso soy yo. El abrió los ojos como platos, miró su roca, miró la ramita y entendió. Entendió de golpe que una vez más el campesino lo había derrotado, pero no con fuerza, sino con la verdad.

 No! Gritó mientras la roca le caía encima del pie. No puede ser. Otra vez no. y salió corriendo cuesta abajo, pisando su propia cola, tropezando con raíces, chocando con piedras, mientras lanzaba maldiciones en todos los idiomas del inframundo. Don Eusebio se quedó allí, plantó la ramita justo en medio del cerro, se acomodó el sombrero, se sentó sobre una piedra y mirando al horizonte susurró, “Aja, cuando uno entiende que el verdadero valor no está en lo que pesa ni en lo que brilla, sino en lo que da vida, ni el mismo puede ganarle.”

Y así quedó sembrado no solo un árbol, sino una lección que el pueblo contaría por generaciones. Pasaron los días y aunque el juró y perjuró que volvería, la realidad es que nunca más se le volvió a ver por aquellos rumbos. Quizá fue la vergüenza, quizá fue el miedo quedar en ridículo otra vez, o tal vez entendió, de una vez por todas que no hay poder más grande que la inteligencia de un hombre humilde que conoce su valor.

 El pueblo entero celebraba. Los niños corrían descalzos por las calles gritando, “Don Eusebio” le ganó al Las mujeres preparaban arepas, yuca, café y dulces, mientras los hombres afilaban machetes, no por defensa, sino para recordar que en la vida más vale la mente afilada que la hoja más filosa. Pero lo curioso fue que tras la última derrota algo cambió.

 La finca de don Eusebio comenzó a florecer como nunca. Las matas daban más frutos, los animales parecían más gordos y sanos. Y hasta los ríos cantaban más fuerte. Algunos decían que Dios mismo desde el cielo sonreía viendo como un simple campesino le había dado una lección al mismísimo Con el paso de los años, la historia de don Eusebio se volvió leyenda.

 Muchos llegaban desde pueblos lejanos solo para conocerlo, para sentarse bajo la ceiva y escuchar de sus propios labios cómo fue que logró lo que nadie antes había logrado. Engañar, humillar y vencer al una y otra vez. Los más jóvenes le preguntaban, “Don Eusebio, ¿cómo hizo? ¿Cómo logró ganarle tantas veces al mismísimo diablo?” Él, con su típica sonrisa tranquila, se acomodaba el sombrero, cruzaba los brazos y respondía, “Aja, muchachos, el sabe mucho, pero le falta lo que aquí sobra.” Y se daba dos golpecitos en la 100.

 “Astucia, muchachos. El sabe tentar con lo que uno desea, pero nunca entiende lo que uno de verdad necesita. Las risas no faltaban. Todos se quedaban escuchando, aprendiendo y sobre todo entendiendo que la mayor riqueza no estaba en el oro, ni en las joyas, ni en las trampas, sino en saber vivir con dignidad, con inteligencia y sin miedo.

 Una tarde, mientras don Eusebio revisaba su sembrado, encontró entre las ramas de la ceiva una nota clavada con un tridente pequeño, oxidado y torcido. Decía con letras torpes y apresuradas. Me rindo, no vuelvo más. El infierno es más tranquilo que usted, el Al leerla, soltó una carcajada que se escuchó desde la cima del cerro hasta el último rincón del valle.

 Con cuidado, arrancó la nota, la guardó en su bolsillo, miró al cielo y sonriendo dijo, “Aja, parece que aprendió la lección. Desde aquel día, nadie volvió a ver al  por esos campos. Algunos decían que se fue al otro lado del mundo, donde la gente es más fácil de engañar. Otros contaban que se escondió en las ciudades, disfrazado de político, de usurero de falso amigo, buscando almas más fáciles de atrapar.

 Pero lo cierto es que en ese pueblo jamás volvió, porque entendió que mientras haya gente como don Eusebio que no se deje engañar por las apariencias, ni se venda por promesas vacías, ni se deje asustar por gritos y fuegos falsos, su poder no vale nada. Don Eusebio vivió muchos años más y aunque las canas pintaron su cabello y las arrugas marcaron su cara, su mente siempre fue la de un joven despierto, ágil y lleno de sabiduría.

 Sentado bajo la ceiva, rodeado de hijos, nietos y bisnietos, les contaba siempre la misma reflexión. Escuchen bien. En esta vida, muchachos, el que se queja pierde, el que se deja asustar se rinde. El que se cree menos se deja pisar. Pero el que aprende a pensar ese nunca será esclavo de nadie, porque ni el mismo puede contra el que sabe usar la cabeza. Y así la historia del tonto y el campesino inteligente quedó sembrada en la memoria de todos.

No como un simple cuento, sino como una lección de vida que pasó de generación en generación. Las raíces de aquella ceiva bajo la que Don Eusebio se sentaba crecieron tanto que algunos decían que llegaban hasta el mismo infierno, solo para recordarle al  que allí vivía un hombre que jamás pudo vencer.

 Y cada vez que el viento soplaba fuerte entre sus ramas, parecía que la ceiva susurraba al oído de quien quisiera escuchar. Más vale inteligencia que fuerza, más vale dignidad que oro. Más vale sabiduría que todo el fuego del infierno. Porque en este mundo no gana quien más grita, no gana quien más amenaza, no gana quien presume poder, gana quien piensa. Y esa es la verdadera victoria. M.